Pepe, aunque portugués de adopción, pertenece a la escuela brasileña. No lo puede disimular, su eterna sonrisa y alegría le desenmascara. Siempre tiene una mueca de felicidad en su rostro, da igual lo que haga.
Si le pitan falta, sonríe. Si marca un gol, también sonríe. Le costó quitarse el peso que le supuso los 30 millones de euros que costó su traspaso desde el Oporto. “Mucha pasta para un defensa” era la comidilla entre los aficionados blancos, que aún retenían en el paladar el buen sabor de boca que dejó la etapa de los galácticos.
Sin embargo, poco tardó en demostrar que lo que en apariencia puede resultar caro al final puede resultar una inversión barata. Sin duda que está entre los tres mejores centrales del planeta. Es rápido como el que más. Sabe anticiparse a los delanteros rivales porque entiende el juego como pocos. Por si fuera poco, también tiene un buen trato del balón, cualidad poco habitual entre los hombres de atrás.
Y de repente, el bueno de Pepe se convirtió en un gánster que sorprendió a todos dando una paliza de discoteca a un rival. Le pegó dos patadas, le pisó el tobillo, el agarró el cuello. Como aún no había tenido suficiente, sacudió un puñetazo al mentón de otro jugador del Getafe, Albín. Para rematar la faena, se acordó de la madre del colegiado cuando abandonaba el campo expulsado. ¿Quizá no vería justa la tarjeta roja?
En los próximos días se conocerá la sanción que le imponga el Comité de Competición. El hecho de que haya pedido perdón no puede ser un atenuante. Sería justo que fuera un castigo ejemplar porque hay muchos niñós que le tienen como referente y que a partir de ahora, cuando vean una pelea en la calle, mirarán de reojo por si Pepe estuviera allí.
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